lunes, 14 de mayo de 2018

Tito Lusiardo el amigo del Zorzal

Un baluarte de la escena argentina, trasformado en una verdadera enciclopedia de la "belle époque" porteña, desgrana reminiscencias
-Nací en San Telmo, en la calle Venezuela, entre Bolívar y Defensa; y me crié en México, entre Paseo Colón y Balcarce; barrio de guapos. Y de tangos también. Mi padre (Francisco Lusiardo) era toldero, socio de la firma Longobardi; le dieron unos pesos y vendió su parte: era un hombre como yo, así, sencillo, sin pensar en el futuro, que le gusta la salud; porque con salud se araña.
—¿Así que podría haber sido millonario?
—Yo tengo los millones encima, ¿no le parece?; andar caminando por estas calles, viendo todo esto que lo he caminado tanto, ¿no vale una fortuna ya?
—Cuénteme de su madre.
—La toldería de papá estaba frente al correo viejo, en Bolívar y Moreno, y mamá (Elvira Amuedo) se sacaba "la diaria" —como decimos nosotros los porteños— poniéndole el lacre a las cartas. Era española de Vigo y me decía Titinho (Recuerda una hermana muerta, Titinha, y tres hermanos varones: Mario, Alejandro y César, "que soy yo"). Papá era uruguayo; mi abuelo tenía una gran toldería, muy famosa, en Montevideo. Tengo mucha familia allí; todas mis primas son dotoras que se dedican hace años a la parálisis infantil.
—¿Y a usted no le dio por estudiar? (Niega con un gesto). ¿Cómo era de chico?
—Un vago. Más o menos; bailaba. Bailaba siempre ahí, en Bolívar y Moreno, al compás del organito; qué tendría: doce, trece años.
—¿Terminó el colegio primario?
—Sí, el quinto grado terminé; acá en el colegio Catedral Norte, en Reconquista entre Lavalle y Corrientes. Yo vivía por allí, porque mi padre tenía ahora la toldería en la calle Tucumán, entre Cerrito y Artes, que ahora es Pellegrini; en la esquina estaba el Colón. Yo vivía en Corrientes 540; tendría cinco o seis años; era un chiquilín y me acuerdo que lo veía al general Mitre, mire; siempre pasaba por allí. Era un hombre alto, pero éstos son recuerdos muy viejos.
—¿Dónde vive ahora?
(Con satisfacción). —En Paraná y Corrientes, frente al teatro San Martín.
—Siempre en la calle Corrientes: no afloja.
—Uno de los dormitorios daba al Chantecler; se veían las pistas, cuando estaban allí, bailando.
—¿Volvemos a la infancia? (Admite con un gesto amable, pero ligeramente compadrón.) ¿Qué travesuras hacia?
—Aparte de llegar tarde a la escuela, jugábamos al fútbol, hacíamos guerrilla barrio contra barrio ...
—... ¿y usted qué tal era? ...
—... más o menos bien, sí; sabía dar y me daban también, pero ...
—... ¿le quedan amigos de esa época?
—No; imagínese: ya cumplí setenta y un años (Por las dudas). Sí, tengo, tengo edad, sí, pero no vejez (alardeando un poco, haciendo casi un corte, allí, en plena silla, en la que está sentado), y bailando todavía. Yo debo estar embalsamado (y se ríe con ganas, pero para adentro), porque hacer
dos programas (de televisión), estudiarme de memoria dos programas de hora y media, es estar embalsamado.
—¿Quién le enseñó a bailar?
—Solo. A mamá le gustaba mucho el baile. En aquella época se hacían fiestas en las casas, los domingos a la tarde. Allí aprendí a bailar. Venían a veces una guitarra y un bandoneón; se bailaba tango, entre vecinos, porque en esa época se hacía un culto de la amistad. (Pausa.) Por esos años mi padre adornaba todos los corsos de Buenos Aires, en los carnavales; los corsos de Florida y de Corrientes.
—¿A usted de qué le gustaba disfrazarse?
—Nunca me ha gustado; nunca.
—¿El asunto del teatro cómo empezó?
—El asunto del tiatro fue porque mi padre alquilaba el sótano del negocio para los aficionados (tiatros de aficionados); el sótano de Tucumán y Artes; le estoy hablando del año seis o siete, ya tendría doce años. Y ahí empecé yo a entusiasmarme con el tiatro. Yo era empleado del bazar París, que estaba en Chacabuco y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), y me gustaba pasar por el Café de los Inmortales; me interesaban las crónicas, ver a los actores.
—¿Qué otros trabajos hizo?
—Fui empleado de Escasany; del bazar París, fui cadete, y de una gran ferretería en Pellegrini y Tucumán. Y ahí pasé al tiatro como utilero en el Nacional. Ganaba un peso por noche, le estoy hablando del año trece, tendría dicisiete años. Y como actor empecé del diciocho pal dicinueve. Estaban haciendo "El cabaret", de Carlos María Pacheco, y un día se enfermó la pareja de baile y tuve que salir yo. Me pusieron el smoking y bailé. Y salí bien. (Pausa.) Ahí empezó; me contrataron, me hablaron para que siguiera como partiquino en una obra de Pelay, "Bajo Belgrano", donde tiré dos bocadillos; hacía de vareador. (Pausa.) Y así siguió la cosa, hasta que salimos de gira, que era algo peligroso.
—¿Por qué?
—Porque a veces nos dejaban varados en cualquier parte; porque no entraba plata y había que venirse (haciendo un gesto, casi un requiebro), o saltar por la ventana. (Pausa.) Una vez que salimos con la compañía de Ramírez, El Cabezón, nos llevó toda la plata: "el monte"; tuvimos que hacer un lío para que pudiéramos salir todos de la fonda: nos escapamos y nos escondimos en un vagón, pero el fondero nos siguió con la policía. (Sintetizando.) Ramírez arregló las cosas, de palabra. (Pausa.) Después de esa gira me contrataron para el Variedades, frente a plaza Constitución, y una noche en El Tropezón vino un autor y me habló para El Nacional. En aquella época decir El Nacional era como decir.. .
—... el Follies Bergere.
(Admite con un leve gesto.) —Yo estaba haciendo una pieza que había estrenado Arata-Simari-Franco, "Cabaret Montmartre"; ahí me bailaba como seis tangos por noche.
—¿Qué le gusta más: bailar o actuar?
—El teatro, por sobre todas las cosas: usted está frente a las fieras. He bailado porque el actor necesita siempre...; bailo cuando lo requiere la escena, y como he hecho siempre esos papeles porteños y como parece que los he sacado bien (algo en broma, algo en serio), porque todavía estoy ahí, dándole, dándole al asunto, ¿no es verdad?; que hasta la gente ya se admira de verme seguir.
—¿Conoció otros buenos bailarines?

—He conocido. El vasco Aín, que bailó ante el Papa, en el veinticinco; he conocido al Mocho, al Cachafaz —un hombre sereno—, y a un gran bailarín y actor cómico que se mató en El Nacional, Delfor Robledo; daban la obra "Los reservistas" y estaban tirando tiros; en el momento en que tiraban tiros en la escena, él tiraba tiros en el patiecito que había en El Nacional viejo; no entraba en el segundo acto; esa vez se olvidó que había quedado una bala y dijo (acompañando con el gesto de llevarse el revólver a la sien), "así se mata un hombre", y se mató.
—¿Cuál ha sido el mejor bailarín, para usted?
—Todos. He conocido a gente muy bien, de la aristocracia, bailando.
—¿Es cierto que Ricardo Güiraldes era muy bueno para bailar?
—Sí, cómo no. Güiraldes, Imagínese; y toda esa gente, Macoco Alzaga Unzué, toda esa gente bien. Los he visto en los cabarets, cuando uno iba; aquí el Pigalle, el Maipú Pigalle, el Royal que es el Tabarís, el Ca-sino Pigalle y en el Palais de Glace que funcionaba en ese edificio que hay en la Recoleta, y el Armenonville, que estaba donde estamos nosotros, en el Canal 9; si yo a veces, cuando entro al canal, digo: "pero hombre, pero qué cosa, qué alegría me da estar todavía aquí".
—¿Usted iba siempre?
—Iba de vez en cuando, ya era actor, ¿no es verdad? Me llevaban, iba con amigos. No todas las noches.
—¿Es cierto que cuando debutó el dúo Gardel-Razzano en el Armenonville, en una mesa estaban sentados Güiraldes y Newbery?
—Posiblemente, porque frecuentaba mucho, cómo no. Se pasaba a la glorieta a cantar y después se pasaba el platito. De ahí Carcavallo los contrató a los dos para El Nacional.
—¿Se acuerda de alguna "bronca" memorable en uno de esos cabarets?
(Tratando de acordarse.) Me acuerdo. (Animado.) Recuerdo cuando le pegaron el tiro a Carlitos (Gardel.) Yo no estaba presente, pero estaba Morganti y Alippi; creo que al salir del Palais de Glace en unas volantas, no sé qué discusión habrá habido y Carlitos les gritó "tirá, tirá", y de la otra volanta le tiraron; parece que no era para él, sino para Alippi. Habría habido un lío de mujeres, porque los actores eran muy populares y alguna mujer habrá querido bailar con Alippi. (Terminando.) Creo que el asunto fue más o menos así.
—¿Cómo lo conoció a Gardel?
—Lo conocí ahí, en El Nacional, cuando yo era comparsa; yo le colocaba las sillas para que actuara el dúo (Gardel-Razzano) y al salir (se pone de pie reproduciendo la situación), después de haber dejado las sillas, estaba Carlitos preparado para entrar a escena y me dice: "Pibe, sos un fenómeno poniendo sillas." (Se sienta.) Después, a la vuelta de tantos años, nos tocó en el treinta y tres trabajar juntos; fue cuando él debutó con "De Gabino a Gardel" y yo ya era primera figura en El Nacional. Un día, en el intervalo de la vermú pa la noche, tomando mate con mi esposa, salió el asunto para filmar: "Delia, le dice Carlitos, nos vamos a ir a filmar para Nueva York"; y ahí fue el asunto.
—¿Y qué le pareció Nueva York?
—Ah, muy bien: maravilloso. Imagínese en el año treinta y cinco era una cosa. Bueno; pero, ya estando al lado de Carlos todo era maravilloso. Yo tenía que haber hecho la última gira con él; iba ir haciendo la primera parte con mi esposa, pa que entrara Carlitos en la segunda parte a cantar: era mucho que él hiciera todo. (Pausa.) Pero resulta que mi señora no se animó a ir, y aquí me tiene, mi amigo, aquí me tiene salvao.
—¿Estaba en Buenos Aires cuando murió?
—Estaba en Córdoba de gira —eran otras épocas, había que salir a "buscar"; el canillita en la puerta del teatro, después de la función vermú, decía "la muerte de Carlos Gardel" y yo no le llevé el apunte, imagínese; pensé que sería una propaganda de esas. Parábamos en el City Hotel, al lado del teatro Comedia, de Córdoba, y estábamos cenando, pero no cenábamos: lo que había dicho ese canillita. (Pausa.) Digo, "voy a averiguar esto", y le pregunto al corresponsal de La Prensa. (Pausa.) Entonces ahí, a las nueve de la noche (su voz apenas se quiebra) me dio la noticia de que se había muerto Carlitos. (Recomponiéndose.) Así en Córdoba me agarró la muerte de Carlos; recién empecé yo a lagrimear cuando estaba de vuelta, en el tren, leyendo los diarios, dos días después. Ahí me agarró.
—¿Qué cosa de Gardel recuerda en este momento?
(Después de una respetuosa pausa.) —Le voy a contar cómo terminó la última filmación; la fiesta se hizo cuando terminaron la última toma, que fue la jota de "Tango Bar". Ahí se acostumbra a romper los libretos y se brinda con champagne. Carlitos invitó a todo el equipo y esa noche me cantó como seis tangos; me cantó "Mano a mano" y me terminó con "Buenos Aires". "Y ahora bailá, Tito", me dijo cuando dejó de cantar, y bailé con la chica con la que bailo en Tango Bar. Los americanos me hicieron bailar como seis veces. Y después, cuando me acompañaron a bordo para despedirme —vino Carlitos, Lepera, un gran poeta, un gran escritor—, no pudieron aguantar y media hora antes se fueron. (Su voz vuelve a quebrarse casi imperceptiblemente); me besó Carlos, me besó Lepera.
—¿Me han dicho que usted, cada vez que pasa frente a una iglesia, se persigna?
—Es cierto. (Saca de su bolsillo diversas medallitas y anillos). Esta es de la virgencita de Luján y del Valle; ésta es de una señora en Salta, la virgen de los Milagros. (Guardándola.) Son recuerdos de giras.
—¿Es muy católico usted, muy religioso?
—Muy religioso.
—¿Va mucho a misa?
—No mucho, pero en Córdoba sí, porque he hecho una promesa cuando yo me he enfermado mucho. Tuve una embolia purulenta.
—¿De qué, del cigarrillo?
—No, de una pleuresía; no la cuidé bien. Me agarré un enfriamiento. Fue Finochietto el que me salvó, Ricardo. Entonces hice una promesa y, desde entonces, cuando estoy allá en la sierra (todos los años pasa dos meses de vacaciones en Córdoba), cuando no hay nadie, no fallo un día; un día no fallo. (Como diciendo "ahí tiene"). Y aquí no: entro en una iglesia, cuando paso.
—¿Tiene miedo a morirse?
—Absolutamente.
—¿Así que usted cree en el Paraíso, en el Purgatorio ...?
—Sí, señor. Siempre hay que tener fe; el hombre sin fe ..., me parece a mí...
—¿Usted anduvo en política alguna vez?
—Absolutamente.
—¿Tuvo alguna preferencia por alguien, algún político que le gustara?
—Sí, señor: don Hipólito Yrigoyen. (Ha dicho esto casi con orgullo; luego piensa)... Alvear...
—¿... Y Perón le gustaba?
—No. La primera presidencia de él fue muy buena, muy buena. Si ese hombre ... Hubiera quedado en la historia, hubiera quedado ese hombre, pero después ... Pero como yo no vivo de eso, mi "rebusque" es otro, siempre está en otra parte, porque me debo todo al público, me entiende: lo mejor es no embanderarse con nada. Yo antes votaba por los socialistas; por Alfredo Palacios, ese gran hombre.
—¿Para esa época ser socialista era ser medio subversivo?
—Sí, tenía ideas raras; éramos jóvenes. Después, muchos años después, me gustó mucho un hombre que no conocía: Horacio Thedy, un hombre muy elegante.
—Usted lo votó a Yrigoyen (asiente), a pesar de que era socialista, porque los socialistas no votaron por Yrigoyen ...
—Sí, claro. Porque ya eso no era el socialismo del principio; como ahora. ¿Qué es el socialismo?
—Me resulta raro, tan católico y socialista.
—Como me habían inculcado tanto, me llevaba tanto mi madre de chico a la iglesia de San Ignacio, aquí en Bolívar y Alsina. (Pausa.) Hoy pasé, después de tantos años, y entré. Solito, y no había nadie.
—¿Pide algo?
—Salud. Para mí y para los míos, nada más. Por lo demás si he arañado tanto, cómo no voy a arañar: salud, salud. Porque mire, que no le pase nunca; cuando una persona está enferma, está en un sanatorio, es ahí donde dice "para qué habré hecho tantas macanas".
—¿Usted hizo muchas macanas en su vida?
(Mientras hace un corte, sin levantarse de la silla.) —La macana que hice fue meterme en el tiatro. (Y se ríe abiertamente, pero hacia adentro.)
—Me refiero a las otras macanas. ¿Tiene algo de qué arrepentirse?
—Absolutamente.
—¿Algo que le hubiese gustado ser y no fue?
—Lo que soy. Me ha dado muchas satisfacciones mi trabajo y si volviera a nacer elegiría el tiatro otra vez. Porque lo que he sido antes, un hombre calavera... (Se diluye.)
—¿Muy calavera?
—He sido, sí, algo. Y al casarme... He mantenido un hogar treinta y pico de años.
—Y dejó de ser calavera.
—Absolutamente.
—¿Y no extraña?
—Absolutamente. Yo nunca necesité ningún amigo para divertirme; con mi señora me bastaba. Porque hay gente que necesita amigos para divertirse; yo no. Con mi esposa íbamos a las boítes, a todas partes juntos. Ella era actriz y después del tiatro, del Apolo, nos íbamos al guindado de Federico Lacroze; así cayera piedra no faltábamos una noche.
—¿Tuvo alguna vez miedo de morirse?
—No, no. Ni siquiera cuando estuve tan enfermo: eso me salvó; me salvó mi espíritu. Nunca; nunca, nunca. Nunca. (Haciendo una seña con sus dedos.) Ni por esto. Y eso que tuve dos operaciones bravas de las costillas: no quería salir el pus y tuvieron que abrirme, sentado así, con anestesia local. Pero en manos de esa eminencia. (Se refiere al doctor Finochietto.)
—¿Al dolor físico le tiene miedo?
—Sí, al dolor físico le tengo miedo. (Confesando.) Tengo miedo que me fallen un poquito las piernas. (Pausa.) Que no pueda seguir bailando.
—Como para que no se ponga triste: dígame, ¿cuál fue el mejor día de su vida?
—El día que me casé con mi mujer. (Pausa breve.) Me casé con mi esposa, Adela Delia Codebó, primera actriz, cuando ella era dama joven de Casaux. Ella entró en El Nacional por el año treinta, y ahí me casé. (Otra pausa.) Estaba metida Tita Merello. . .
—¿Asi que Tita Merello le hizo de Celestina?
(Con picardía.) —Más o menos. Ocurrió una cosa muy simpática: estábamos fijando fecha en la Pasteur —dicho sea de paso, me casé con cincuenta pesos en el bolsillo— y el pibe Ernesto, cuando se entera de lo que estamos conversando, le dice a mi mujer (remedando): "Cuidado, Delia, cuidado." (Actualmente es padre de una hija, Mabel, y abuelo de dos nietos —doce y once años—: Juan José y Gonzalo. Con ellos pasa sus veraneos en Córdoba, en su chalet. También tiene un auto.) Es como yo, viejo, del cuarenta y seis. Un Chevrolet.
—¿Entonces sería hincha de Fangio, por supuesto?
(Levantando la voz como para saludar de lejos.) —Síiii, como no. Y de aquel corredor Pascuali; también de Riganti, muy amigo.
—¿Y a usted nunca le dio por correr con el auto?
—Nunca. Si yo voy a sesenta. Para mí el veraneo empieza en la calle Corrientes; ahí empieza el veraneo: para qué voy a correr. Si no llego a Córdoba, llego a Rosario.
—¿Es hincha de Boca?
—Boca salió del barrio mío, de Tucumán y Cerrito; ahí estaban todos los jugadores, en el año catorce, quince: Pierallini, Capellini, todos con "ini" eran.
—¿Y sigue siendo hincha de Boca?
—Simpatizo.
—¿Y el boxeo, le gusta?
—Y sí: he sido muy amigo de Firpo. Lo hemos pasado ahí, en La Real, años juntos. En La Real nos juntábamos con Cadícamo, Charlo: una peña muy grande. A mediodía estaba Benavente, Bayón Herrera. Pero todo eso ha pasado; ha pasado: es otra generación.
—¿Qué opinión tiene usted de esta generación?
—Muy bien (como diciendo "epa" o "attenti", o mejor mezclando interjección e italianismo); ¡eh, eh!, de empuje es, no se duerme nada: va a pasos agigantados, de veras.
—¿No le gustaría vivir como esta generación?
—Ya le he dicho, no cambio mi vida: he tenido muchas satisfacciones. Si parece mentira, en el Maipo mismo, donde va tanta gente tanguera: ovaciones cuando termino de bailar. (Tomando distancia.) Ahora digo yo: ¿no será cosa que me aplauden porque ven la edad mía? Ahora en la gira, en Tucumán, antes de "bisar", en esa pausa para hacer el bis, un chango desde arriba me dijo: "Ah Tito, sos como el arroio, no te secas nunca". (Se ríe, luego se pone serio y reflexiona.) No sé si el público está identificado conmigo, no sé. (Como pidiendo una gauchada.) Tiene que pintarme como usted me conoció en este momento. Eso es lo lindo, no exagerar.
Francisco Urondo
Revista Panorama
mayo de 1968

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